jueves, junio 15, 2006

Sobre Recreo... por Raúl Sandoval Muñoz



Recreo… ciudad de niños es un cortometraje inquietante y eso es ya decir bastante. La historia parte in media res, pero el comienzo advierte al espectador la premisa que explica el estado de las cosas. Es un comienzo muy bien logrado a partir de la clara afición del director por ¿el 8º arte? y, sin embargo, esta explicación me parece susceptible de supresión, en detrimento de la legibilidad, pero reforzando el perturbador efecto en el espectador.

La historia tiene lugar en un momento post-apocalíptico, me recuerda el fondo de La Gioconda, pero en una versión urbana. Y con apocalíptico remito no sólo al sentido usual, a saber: ‘el fin’, pero también al etimológico: ‘revelación’ en tanto devela, tal vez, lo más miserable y desesperado de la naturaleza humana, expuesta sinecdóquicamente en esos niños. Más aun, aprovechándome de la virtud anfibológica
[1] de la palabra, cabría decir re-velación pues devela y al mismo tiempo vuelve a velar. Expone y oculta, luego, en el montaje, ese fondo que es macabro por estar situado tan cerca de la realidad cotidiana.

Más allá (o acá) de la historia, me parece que la factura es bastante prolija y, desde una recepción que carece del suficiente conocimiento técnico, no interrumpe la lectura. Muy por el contrario la acompaña o, tal vez, la guía a un cuerpo de distancia. La música es un buen ejemplo de esto último. El sonido deja solo por un instante la sincronía necesaria, al momento de abrirse un cajón, un detalle técnico que hace trastabillar la lectura, pero no empaña en absoluto la recepción de la totalidad.

Por otro lado, la transferencia a digital implica, como es normal, una pérdida significativa en el color, el grano y la definición. Habría que verla en 16 milímetros, supongo.

Raúl Ernesto Sandoval Muñoz
Lic. en Lengua y Literatura Hispánica
Estudiante de Periodismo.


[1] Virtud que Roland Barthes hace explícita.

Un niño que sale de la cárcel y lo único que desea es afeitarse (1)... por Rodrigo Salgado Boza




El profesor francés Plateau descubre aquello del movimiento aparente: «la ilusión de movimiento provocada por la persistencia de las imágenes en la retina». Y luego el profesor, una vez descubierto el principio, «se lanzó como un tiburón a experimentar con diferentes artefactos construidos por él mismo, con el objetivo de crear efectos de movimiento mediante la sucesión de imágenes fijas pasadas a gran velocidad. Entonces nació el zoótropo» (2).

El visor distraído que prefiguró todo el barroco se presenta y se hace objeto, digo, ob-jeto, ahí enfrente, uno distinto del otro y ambos tendiendo a la unidad. Luego de 10.000 años todo volverá a juntarse: el abrazo de conciliación de los opuestos, ¿el valor de los consensos?

No sé por qué ahora recuerdo las críticas a Eisenstein porque finalmente sus tomas eternas extrañas y brumosas del Acorazado de Potemkin no ayudaban en nada a la revolución, id est, no eran políticamente útiles. El campesino dizque revolucionario no veía nada propiamente rupturista en una escalera altísima con un par de tipos tirados allí. Quizás lo recuerde por el texto de Vidaurre: el afán por los guiones más que por las formas. Que en ese intríngulis probablemente se juegue la salud o la muerte del cine, su porvenir o su catástrofe inevitable.

Santa Cruz juega como los niños, quizás sabe que no hay nada más serio que ponerse a jugar como los niños tan bien lo saben hacer —y sin que nadie los coaccione a tal pulcritud (3). Un juego de rol paranoico en que sus personajes una vez han escapado de los adultos, lo único que hacen es querer volver a ellos. El por ellos anhelo es enorme, aún mantienen sus fotografías. Desde la Caída lo único que queremos es restituir los poderes que alguna vez tuvo Adán, un paraíso perdido y nunca recuperado, las ansias del barroco y del espectador distraído que, cual dandy como Baudelaire, llegan al desierto que es un cementerio y no se sorprenden de nada, porque de algún modo todo lo han visto. El inconcebible universo se les ha presentado en su completud. Se es todos y nadie a la vez (como el imposible sacerdote de La escritura del dios de Borges), y ante eso, no queda más que el suicidio o la locura. El niño bien lo sabe, y matando por comida no hace más que repetir los gestos de los adultos idos, anhelados y casi olvidados, casi: es cierto que Dios ha muerto, pero su nombre nos sigue penando.

Los adultos quién sabe dónde estén, quizás en la cárcel. En un momento todos decidieron que lo mejor que podían hacer era desaparecer de una buena vez y dejarle el mundo a los niños, todas las ciudades, y entonces, Samuel despierta de su pesadilla sólo para entrar en otra peor. Está más solo que antes, donde madre y hermana están irremediablemente alejadas de él. Sus vidas corren por carriles paralelos sin nunca toparse. Cabría superar la geometría euclidiana entre esas tres vidas, para que las paralelas se tocasen en el hipotético futuro relativista. Unas tomas fragmentarias (4) y unas tomas que se repiten, que podrían haberse repetido hasta el hartazgo o mejor, que se hubiesen repetido hasta que la toma hubiese quedado perfecta. Digo, hasta que se cumpliese la perfección de ella, de su cometido: la vida de toda la humanidad sólo reitera en distintos planos actos nobles o pérfidos que ya se han hecho, la historia no es más que el intento porque en algún momento la Tierra sea el Reino de Dios. Hay que repetir hasta la perfección ferroviaria, y mientras nos mantenemos arrimados a una alga llena de brotes innecesarios pero vitales.

Hay tiempo perdido porque el tiempo probablemente no tenga nada que ver con el cronómetro humano. O al revés: sólo hay tiempo porque hay relojes que lo miden, que lo cercan y en ese acercamiento, su nombre propio y nuestro devenir cadáveres o monstruos olorosos.

Se dibuja una ciudad alternativa de la mano de un niño que también dibuja un graffiti del barbero asesino, que nadie sabe qué está vengando, quizás una violación quizás algo peor. Podría ser, como dice Lombardo, que los barberos sí tengan historias que contar pero se callen. Y callándose lo único que hacen es comerse sus inútiles navajas, cual si Nabokov deglutiese a su insufrible Lolita una y otra vez hasta que reventase. Ante esto, la guapa Altamirano mueve los hilos para que el barbero se quede solo, como si estuviese contándose sus propias historias al oído por medio de un mecanismo rarísimo. Y como dice Vidaurre, todos los demás personajes están allí para tentar, para tentar la calenturienta imaginación del espectador-distraído-dandy. Insinúan y nunca dicen, quisieran abrir la boca y contar por qué están follando en el baño pero nunca lo dicen. En definitiva el barbero es el que tiene la batuta del discurso, y junto con ello él es el único que puede contar algo, lo que sea. Quizás lo que cuente sea nimio y sin importancia incluso para él. Pero la navaja afilada puede caer perfectamente dentro del ámbito de las posibles inscripciones de la memoria. Cual pluma estilográfica ella, la navaja, se instala y presenta dándole estatus de hoy al pasado irremediable en el norte, donde algo pasó, ¿qué?, da lo mismo.
Las tres obras se quedan prendadas del tiempo, de sus mismos juegos y del reloj que corre arando con sus manecillas los segundos como si fueran granitos de arena (líneas en la arena de la playa, que se borran ahora ya, que antes estuvieron pero no más, no más). Si hay inscripción con esa navaja, si ella puede ser el instrumento de venganza actual que viene desde el pasado es porque, en la misma medida, los niños se juegan su presente en la anti perspectiva del pasado, de los adultos ausentes y nunca recobrados. Y Heidegger, que me susurra en un idioma incomprensible, que el pasado se nos está siempre poniendo delante, que no somos más que aquello que fuimos, que somos el pasado que fuimos antes de que el presente nos borrara hasta el arribo del inminente, pero inescrutable, futuro.

Hay unas nubes que ocultan los bosques, que le dan al camino un carácter fantasmagórico. Se diluye la bruma, llega un viento enrarecido. El reloj sigue corriendo y el tiempo no puede alcanzarlo. Ahora se ve, lo vemos allí parado: un niño que acaba de salir de la cárcel y lo único que quiere es afeitarse.
* * *
(1) Texto a propósito del evento Aparecer en lo cinematográfico el día 3 de mayo de 2006 en Cine Arte Alameda. Proyección de tres cortometrajes de la Escuela de Cine de la Universidad ARCIS: El tiempo perdido de José Luis Gómez, Recreo… ciudad de niños de José M. Santa Cruz, y, El navaja de Adela Altamirano.http://aparecer.blogspot.com.
(2) Bolaño, 2666, «La parte de Fate», página 421.
(3) Cf. el cuento «Niños en sus cumpleaños» de Truman Capote (Cuentos completos, Anagrama, 2005), acerca de la “seriedad infantil”.
(4) Fragmentarias, pienso ahora, quizás por todos los problemas durante el rodaje que tuvo Gómez.